Eduardo, un arquitecto fracasado y escritor de relatos de terror, se traslada a Villa Eulalia, una antigua mansión abandonada que ha heredado de un tío abuelo. Busca en ese lugar inspiración para escribir, pero también huye de la culpa que lo consume desde la muerte de su hijo Daniel, ocurrida en un accidente automovilístico. La casa, cubierta de musgo y decadencia, emana una atmósfera opresiva. Desde su llegada, Eduardo experimenta extrañas sensaciones: geometrías imposibles, susurros, y la sensación constante de ser observado. En la biblioteca, presencia por primera vez la aparición de una niña que lo observa desde la ventana. La figura es pálida, empapada, con ojos vacíos y una presencia perturbadora. Los fenómenos paranormales se intensifican. La niña reaparece en distintos rincones de la casa, pronunciando frases inquietantes como “¿Dónde está Daniel, papá?”, haciendo referencia directa a la tragedia que Eduardo intenta enterrar en su memoria. El protagonista, atrapado entre el miedo y la necesidad de respuestas, descubre la existencia de un sótano oculto bajo la cocina. Allí encuentra un montículo de tierra con el osito de peluche de Daniel, el mismo que había desaparecido en el accidente. Poco a poco, revive un recuerdo reprimido: tras el choque, en estado de shock, condujo sin rumbo hasta la mansión y enterró el juguete… o quizás algo más. La aparición final de la niña revela un rostro familiar: no es solo una entidad fantasmal, sino que porta los rasgos de su hijo. Con una voz desgarradora, la figura le pregunta: “¿Por qué me dejaste aquí, papá?” Eduardo desaparece esa misma noche, absorbido por la oscuridad y el peso de su culpa. Días después, solo se encuentra su coche abandonado, una grabadora con extraños susurros y, en el sótano, el montículo de tierra ligeramente más grande, ahora acompañado por su reloj.