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October 10, 2025 44 mins
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Episode Transcript

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Speaker 2 (00:11):
Buenas noches Inframundo y a la audiencia en general. Me
llamo Evaristo García y lo que voy a contar ocurrió
en la víspera de Halloween del 2003, en Papantla, Veracruz. Yo
entonces tenía 27 años y trabajaba de repartidor de pan en
una panadería pequeña, La Esperanza, allá por el barrio de

(00:34):
San Juan. mis rutas empezaban de madrugada y casi siempre
también terminaban tarde la necesidad no mira el reloj aquella
semana la ciudad olía a copal y a naranja agria
en las casas ya armaban altares con papel picado veladoras
y fotos viejas mi madre había puesto uno chiquito frente

(00:58):
al retrato de mi abuelo hilario sobre el mantel un
puño de café tostado pan hojaldrado y una cruz de
sal cada que yo salía de casa mi madre me
hacía la seña en el aire con el pulgar mojado
de agua bendita para que regreses completo decía yo me

(01:19):
reía pero no le quitaba la mano Me gustaba sentir
ese peso tibio en la frente, como si me pusiera
un casco invisible. El 30 de octubre me quedé ayudando a
colgar guirnaldas de cempasúchil en la capilla del barrio. Había
bruma baja, pegada al suelo y un frío raro para

(01:41):
hacer costa. Los muchachos tronaban cohetes y los niños correteaban
con máscaras de plástico, esas que venden afuera del mercado.
La noche se fue cerrando como una puerta. Cuando quise
mirar el reloj ya pasaba de las once y media.
Me despedí con prisa y tomé la bicicleta. Mi ruta

(02:03):
de regreso cruzaba el puente viejo sobre el Tecolutla, una
obra de piedra caída en desgracia desde que levantaron el
puente nuevo. Aún así, muchos lo usábamos porque ahorraba veinte minutos.
Decían que por ahí se aparecían luces que se metían
a la piel, que en la baranda se sentaban mujeres

(02:26):
sin rostro y que bajo los arcos caminaba un perro
enorme que olía a hierro. A mí esas pláticas me
habían entrado por un oído y salido por el otro
toda la vida. Cada quien cree lo que necesita, y
yo necesitaba dormir para madrugar. Pedalé entre calles casi vacías.

(02:49):
Los puestos de tamales ya bajaban la cortina. Un perro
flaco me siguió a media cuadra y luego se quedó
olfateando un charco. Desde el zócalo llegaba el soplo apagado
de una marimba. El aire traía humo de fogón y
olor a caña. Cuando doblé la última esquina antes del río,

(03:12):
el mundo se me achicó a la luz amarilla de
mi dinamo. y a un sonido lejano de agua contra piedra.
Todo lo demás se quedó atrás, como si cortaran el
hilo del ruido. El puente viejo apareció de pronto, oscuro
pero entero. La piedra brillaba húmeda. Las barandas proyectaban sombras

(03:33):
sobre la calzada. Frené un segundo para apretar la mochila
al portabultos y aflojé los puños. Si algo me enseñó
la bicicleta es que el miedo tensa los hombros y
la tensión te hace torpe. Yo no quería ser torpe
en un puente sin banqueta. Dí los primeros pedales. El

(03:58):
cauce abajo era un paño negro, ni una rana, ni
un grillo, ni un chapoteo. Sólo el traqueteo de mi
cadena y el soplido cansado de mi respiración. A medio tramo,
el foco de la Dinamo se puso a parpadear. Le
di un golpecito con el dedo. Esos manazos que arreglan

(04:19):
lo que no entiendes. Volvió el as. Fue lo bastante
para verlo. Al principio pensé en un perro grande. Estaba
a unos 15 metros, justo donde la luz caía más delgada.
Lo noté por la forma en que olfateaba el piso,
como si buscara algo con urgencia. Se movía en cuatro apoyos,

(04:39):
la columna arqueada, las caderas huesudas. De pronto levantó la cabeza.
No era perro. Lo supe por la manera de mirar.
En los perros los ojos cambian con la luz. En
esa cosa no. Dos amarillos fijos, secos, con brillo propio.

(05:02):
Me quedé sin aire. Bajé un pie y la bici
se la dio. La cadena vibró. La criatura se giró
con un movimiento que no era de animal ni de gente.
Dejó de oler el suelo y se enderezó a medias,
apoyándose en los nudillos como quien está cansado de fingir.
Tenía brazos, manos larguísimas, uñas como astillas. El cuerpo era

(05:26):
de hombre flaco cubierto de pelo ralo, apenas una pelusa
oscura que dejaba ver cicatrices viejas, surcos que parecían letras
cruzadas de lado a lado. La boca era demasiado ancha,
la nariz pegada a la cara. Sonrió y el gesto
le abrió la piel de los cachetes como si la
risa la usara poco. No corrí, no grité. Un miedo

(05:52):
viejo primitivo me clavó las suelas al piso. Lo único
que hice fue poner la bici delante de mí, como
si la lámina del cuadro fuera escudo. La cosa dio
un paso, después otro y otro sin prisa. El olor
me llegó antes que su sombra. Un tufo agrio, mezcla

(06:13):
de ocote quemado, sangre vieja y barro de río. Me
dieron ganas de toser. La boca se me llenó de saliva.
No se lanzó. Me rodeó probando el aire con la lengua.
Caminaba en cuatro y de pronto en dos, como si
la noche le estuviera ajustando los huesos. Yo olvidé que

(06:34):
sabía rezar. Me quedé pensando en cosas tontas, como que
mi madre estaría guardándome con la luz del corredor prendida
y que, si moría ahí, me encontrarían los albañiles de
la otra orilla al amanecer. Me dio un ramalazo de

(06:55):
vergüenza por esa idea absurda de que te vean con
la boca abierta. La criatura se detuvo junto a la
baranda y apoyó una mano en la piedra. Los dedos
eran más largos que los de un hombre y la
piel de ese tono oscuro que tienen las cosas que
viven siempre al sol. El pecho subía apenas. Podía oír

(07:20):
su respiración lenta, como de alguien que duerme y sueña
con hambre. La lengua salió un poco y yo pensé
en una iguana. Un rayo pálido se filtró entre nubes
y le tocó el rostro. No le vi los ojos.
El sombrero de nubes volvió a cerrarse y nos quedamos

(07:42):
bajo el techo de la oscuridad. No sé por qué
moví la mano hacia el cuello. Busqué el escapulario que
mi madre me había colgado antes de salir. Lo sentí
tibio en la piel. La criatura hizo un sonido grave,
un ronquido bajo y giró un poco la cabeza. No

(08:03):
le gustó el brillo del metal. La uña del dedo
índice raspó la piedra. El sonido me heló. Me entró
un temblor en los muslos. Solté la bici. La cadena
se quejó y el pedal rebotó contra la baranda. El
eco se fue a lo hondo. La criatura me miró fijo.

(08:23):
La boca se le abrió, pero no mostró dientes. Hizo
un gesto raro con los labios, como si probara una
palabra que le quedaba grande. En ese juego, la lengua
rozó el escapulario y yo sentí el tirón de algo adentro,
una cuerda invisible entre la fe de mi madre y

(08:43):
el hambre de ese ser. No lo resistí. Me arranqué
el cordel del cuello, el jalón me raspó la piel.
Extendí la mano con el escapulario colgando y lo dejé
caer sobre la calzada. El metal golpeó suave, como moneda
sobre mantel. La criatura se agachó, olió el objeto largo rato.

(09:07):
Lo tomó con dos dedos y lo acercó a la cara.
No tenía pestañas. Abrió la boca. Lo probó como prueban
los perros una botella. El santo repiqueteó contra los dientes.
Un hilo de baba se estiró y cayó sobre la
piedra caliente. El ser se enderezó y me miró otra vez.

(09:28):
El estómago me tronó. Me puse la mano en la
panza para callarlo. La risa que soltó fue breve, seca,
sin alegría. Luego se giró hacia el río, se subió
a la baranda como un gato y se dejó caer
hacia la negrura. No salpicó. Solo hubo un hueco de
silencio y después, muy abajo, un crujido como derrama que

(09:53):
se parte. Tardé mucho en moverme. Cuando por fin pude,
recogí la bici como si pesara el doble. Crucé el
resto del puente sin atreverme a mirar el agua. Al
tocar tierra, mis piernas dejaron de obedecer. Caminé con la
bici de un lado, la llanta rozándome la pantorrilla, y

(10:17):
no paré hasta llegar a la calle de mi casa.
Mi madre estaba de pie en el corredor. No dijo nada.
Me vio llegar y se persignó. Me tomó la mano
y me llevó directo al altar. Encendió una veladora nueva.
El pabilo prendió de golpe, sin titubeo. Me puso la
palma en la frente como siempre.« Te tardaste», dijo nomás. Asentí.

(10:43):
No me salían palabras. No dormí bien. Cada vez que
cerraba los ojos sentía el raspón de las uñas en
la piedra. A las cuatro y media me levanté por inercia.
Preparé la charola de pan, conté piezas. La calle seguía húmeda.
Bajé la mirada y en el borde de la puerta

(11:04):
vi un charquito de barro que no era barro. Era
un cerco de marcas leves, como si alguien hubiera apoyado
los dedos en el cemento fresco. pasé el pie por
encima no se borraron me puse el sombrero y salí
ese día 31 de octubre no cruce el puente me fui

(11:28):
por el camino largo por el puente nuevo entregué mis
panes escuché bendiciones recogí monedas el sol levantó un vapor
dulce de los altares los perros andaban inquietos A media
mañana pasé frente a la comandancia y vi a dos
policías hablando con gestos grandes. Tenían la camioneta encendida y

(11:51):
el radio tronando. Alguien en la otra orilla había oído
gritos en la madrugada y se hablaba de un borracho
que no llegó a su casa. Decían que seguramente se
cayó al río. Me apreté la gorra más fuerte. La
garganta me picó. Seguí mi ruta. Por la tarde fui

(12:12):
al panteón con mamá. Llevamos velas y panes. Me aguanté
la lengua. No quería que supiera el tamaño de mi miedo.
Al regresar, una vecina nos contó que en el barrio
de la ribera habían encontrado marcas raras en la arena,
como de animal grande que camina en dos y en cuatro.

(12:32):
Los viejos asentían con cara de« ya lo sabíamos». Me
sentí observado. Miré hacia el río, aunque desde la cuadra
solo se veían techos y árboles. Sentí otra vez el
olor agrio en la nariz. No estaba. Era memoria pegada

(12:52):
al epitelio. Me enjugué con el dorso de la mano.
Esa noche no quise salir. Me quedé en el patio
escuchando a mi madre cantar bajo. Ella cree que cuando
se barre de adentro hacia afuera, en víspera de día
de muertos hay que hacerlo con respeto. Sin barrer el umbral,

(13:14):
porque por ahí pasan los que regresan. La vi mover
la escoba con cuidado. Hizo un alto frente a la puerta.
Dejó la línea del polvo como una frontera. No dijo nada.
Yo tampoco. A las once, ya acostado, me llegó un
rumor de río. No era el río. Era el recuerdo

(13:34):
del río. Cerré los ojos. Abrí la boca. Respiré por
la nariz para que el pecho jalara aire y me durmiera.
Una mano tibia tocó la madera de mi puerta. Fue
un toque suave. Tres veces. Abrí los ojos de golpe.
No me moví. Escuché una cuarta. No hubo quinta. El

(13:55):
olor a ocote quemado se metió por debajo como humo.
Me puse de pie sin ruido y pegué la oreja
a la madera. Nada. Abrí despacio. El pasillo oscuro, una
línea de luz que venía de la sala. Silencio. Volví
a cerrar. Me metí a la cama pero no dormí.

(14:18):
En la ventana, el resplandor naranja de la veladora del
altar hizo una sombra que subía y bajaba con el aire.
Recordé las cicatrices del ser. No eran rayones al azar.
Eran signos. No sé leer cosas así, pero supe que
alguien se las había hecho con rabia. Tal vez para marcarlo,

(14:41):
tal vez para contenerlo. Imaginé manos viejas cortando piel con
cuchillo de cocina mientras rezaban palabras que no entiendo. No
quise imaginar quién ni cuándo. Me ardió la nuca. Tapé
la cara con la sábana. Las velas del altar chasquearon. Después, nada.

(15:02):
El primero de noviembre madrugué otra vez. A esa hora,
antes de que la ciudad despierte, el mundo es un
cuarto de bodega. Huele a cloro y aceite. La luz
es fría. El sonido corre por carriles. Fui por el
pan a la panadería. Cargué la charola. Esta vez crucé
el puente nuevo. Evité el viejo como se evita el

(15:25):
nombre de un difunto reciente. En la esquina de la
calle Cuarta, un borracho dormía en cuclillas contra el muro.
Tenía los pies desnudos, la piel curtida por el sol.
Se me ocurrió que la criatura podía parecer un hombre
si quisiera. La idea me secó la lengua. Le dejé

(15:50):
un bolillo junto a la mano. Cuando me alejé, sentí
que mis pasos no sonaban igual. Miré el piso. En
el polvo fino del arroyo había marcas de dedos. Cinco, alargados,
como si hubieran arrastrado una mano. Me apuré. La charola
pesó más. Ese día, el rumor del hombre perdido corrió

(16:12):
en serio. En la tarde, dos lanchas bajaron por el
río con ganchos largos. Yo no fui a ver, no
por cobarde, por respeto. Me entretuve limpiando la bicicleta. La
cadena cantó cuando le eché aceite. Afuera, los niños pasaban
con máscaras y capitas negras. Uno traía una calavera de

(16:35):
cartón con hoyos de ojos demasiado grandes. Sentí el impulso
de meterlos a todos a mi casa, darles chocolate y
contarles otra historia. Una donde todo termina bien y nadie
muerde a nadie. no lo hice cada quien lleva su
miedo como puede la noche del 2 de noviembre me armé

(16:57):
de valor y fui al puente viejo no iba a
la brava llevaba conmigo una bolsa de maíz tostado y
un frasco de sal No soy brujo ni nada, pero
los viejos en el mercado dicen que el maíz distrae
cosas y que la sal delimita territorio. Llegué cuando el

(17:17):
sol ya se había ido del todo, pero el cielo
todavía guardaba una cáscara de luz en el oeste. Me
paré al inicio del puente y esparcí maíz en una
franja ancha. Luego hice una línea de sal de baranda
a baranda. el aire olía a carrizos mojados la piel

(17:38):
de los brazos se me puso chinita no pasó nada
un buen rato el río murmulló por fin las ranas
dijeron lo suyo un murciélago me rozó el pelo me
quedé ahí sin cruzar con la bolsa abierta en la
mano A los diez minutos escuché un roce de uñas
contra piedra, el mismo de aquella noche, pero muy leve,

(18:01):
como prueba tímida. No pensé. Agaché la cabeza y hablé
en voz baja, sin rezos, sin fórmulas, con palabras de barrio.
Que no buscaba pleito, que venía a dejar comida pa'
que me dejara en paz y dejara a los míos.
Que aquí nos tocaba vivir y trabajar. Y que si

(18:22):
algo le hicieron que lo amarró a ese lugar, yo
no iba a soltarlo ni a pelear. Nomás quería pasar.
Lo dije sin levantar la vista. El zumbido del río
pareció asentir. Dejé la bolsa en el suelo y me
retiré caminando de espaldas. El maíz crujió cuando algo lo
pisó del otro lado de la línea de sal. No crucé.

(18:47):
No esa noche. Desde entonces cambié mis rutas. De madrugada
uso el puente nuevo, aunque me cueste más tiempo. En fiestas,
cuando el aire trae cempasúchil y azúcar, no piso la
piedra vieja. Y si por alguna razón la vida me
arrincona contra ese arco de sombras, llevo algo que pueda dejar. Pan, sal, maíz, tabaco.

(19:12):
No por superstición, por trato. Dos años después, en otra
víspera de Halloween, un pescador me contó que en los
bajos del puente viejo, oyó una carcajada corta y un
chapoteo y que al amanecer hallaron huellas de manos en
la arena grandes hondas como hechas por dedos de madera

(19:33):
se santiguó y dijo que ahí no acampaba más yo
asentí con la cabeza No me vio la sonrisa, no
era alegría, era reconocimiento, como cuando ves a un viejo
enemigo cruzar la calle y por un segundo recuerdas que
ambos siguen aquí. Mi madre todavía moja el pulgar en

(19:56):
agua bendita y me marca la frente antes de salir.
Lo acepto. No se pelea con la costumbre. Por las noches,
cuando paso frente al altar, toco la esquina de la
foto del abuelo Hilario y le dejo un pedacito de pan.
Eso también es trato. Los muertos comen humo, dicen. Los

(20:18):
otros comen maíz. Uno aprende a poner la mesa para
todos sin mezclar platos. Si algún día pasan por Papantla
y alguien les ofrece acortar camino por el puente viejo, piénsenlo.
Hay noches en que la piedra está bien dormida y
solo van a escuchar el agua y los grillos. Hay

(20:39):
otras en que la piedra respira y hasta parece hueso.
Si en esas sienten un olor agrio, como de ocote
quemado con barro y hierro, no corran como locos. Bajen
la mirada, suelten lo que traen de sobra y crucen
con respeto, con la vista al frente, sin mostrar los dientes.

(21:01):
Hay hambres que no se sacian, pero se sosiegan, y
a veces eso alcanza para llegar del otro lado con
la piel completa. Buenas noches, inframundo y a toda la comunidad.

(21:29):
Me presento, me llamo Raúl Mendoza, y lo que voy
a contar sucedió en la víspera de Halloween del 2006, en
un pequeño pueblo de Zacatecas, donde crecí rodeado de historias
de brujas, aparecidos y sobre todo, nahuales. aquel año el
pueblo estaba más vivo que nunca en esas fechas los

(21:52):
altares se alzaban en cada esquina con velas que ardían
desde temprano y el olor de las flores impregnando el
aire seco en la plaza ya habían colocado un escenario
improvisado para un concurso de disfraces los niños corrían con
máscaras de plástico y capas brillantes que vendían en el

(22:14):
tianguis y los jóvenes paseaban con bolsas de dulces mientras
se reían en medio de las sombras alargadas que daban
los faroles viejos Yo tenía 22 años y trabajaba en un
taller de hojalatería con mi tío. Esa tarde cerramos temprano,

(22:35):
porque todos en el pueblo sabían que, llegada la medianoche,
las calles se quedaban en silencio, como si el aire
mismo se escondiera. Mi madre insistió en que no saliera.
Decía que los nahuales merodeaban esa noche, que los animales
del campo se agitaban sin razón, y que a la

(22:56):
orilla del panteón viejo se escuchaban gritos que no eran
de vivos ni de muertos. Yo no creía del todo,
pero tampoco me burlaba. Sabía que la víspera de Halloween
no era cualquier día. Era cuando los perros aullaban en
dirección contraria a la luna, cuando los gallos cantaban antes

(23:19):
de tiempo y cuando las sombras parecían crecer más de
la cuenta. Salí con un grupo de amigos. Caminamos entre
el bullicio de la plaza, riendo nerviosos, viendo cómo los
niños jugaban a espantar con máscaras de calavera. El aire

(23:40):
olía a copal y pólvora por los cohetes que tronaban
cerca del templo. Recuerdo haber pensado que ese ambiente de
fiesta era engañoso, como un velo que apenas cubría algo
mucho más oscuro. Ya cerca de las once, nos alejamos
del centro. Queríamos probar el valor yendo al Panteón Viejo,

(24:02):
un sitio abandonado en las afueras del pueblo, rodeado de
mezquites y nopales. Los ancianos decían que ahí aparecían los Nahuales,
y que si alguien tenía la mala suerte de verlos
de frente, su vida jamás volvía a ser la misma.

(24:25):
El camino hacia el panteón estaba cubierto de tierra seca
y piedras. A los lados, algunas casas viejas permanecían apagadas,
como si sus dueños hubieran huido del ruido. Los perros
se quedaron callados de golpe y en ese silencio pesado
escuchamos pasos extra, no los nuestros. El viento trajo consigo

(24:48):
un olor penetrante, mezcla de orines de animal y sangre fresca.
Al llegar, la reja oxidada del panteón estaba abierta. La
luna llena iluminaba las tumbas partidas y las cruces chuecas
que se alzaban como huesos torcidos. A lo lejos, vimos

(25:09):
luces de veladoras encendidas en altares improvisados. Nos acercamos en silencio,
y fue entonces que lo escuchamos. un gruñido bajo, como
si viniera desde el vientre de la tierra. Un caballo
relinchó en la distancia, aunque en esa zona no había establos.

(25:31):
Los murciélagos revoloteaban sobre nosotros, chocando entre sí como si
estuvieran desesperados. Entre las lápidas vimos movimiento. Primero pensé en
perros callejeros, pero no. Eran figuras agazapadas de tamaño humano
que se arrastraban en cuatro patas, con movimientos torpes y violentos.

(25:55):
La primera figura salió a la luz. Tenía cuerpo de
perro enorme, pero la cabeza era casi humana. cubierta de
pelo y con ojos amarillos que brillaban con un resplandor
enfermizo su hocico era alargado pero la mandíbula se torcía
como si no estuviera terminada de transformarse otro ser apareció

(26:18):
detrás con brazos largos y uñas como garras la piel
oscura y marcada con cicatrices Uno de mis amigos soltó
un quejido ahogado. Yo no podía moverme. Sentía como el
aire me oprimía el pecho. El olor a hierro se
hizo insoportable. Las criaturas se nos quedaron viendo. No eran

(26:43):
simples animales. Eran hombres convertidos, nahuales de los que hablaban
los viejos, con la habilidad de cruzar entre piel y piel,
mitad bestia, mitad humano. De pronto, un alarido rompió la noche.
No era grito de animal ni de persona. Era algo intermedio,

(27:04):
tan fuerte que hizo vibrar las cruces metálicas. Los perros
del pueblo comenzaron a aullar al unísono, como si respondieran
a una orden. El suelo bajo nuestros pies se estremeció.
Corrimos hacia la reja, pero el camino se alargaba como

(27:25):
si no tuviera fin. Entre las tumbas, los nahuales avanzaban rápido, rodeándonos.
Uno de ellos saltó sobre una lápida, y bajo la
luz de la luna, vi como su piel se desgarraba,
mostrando un rostro humano deformado. con ojos desorbitados y una

(27:46):
sonrisa rota llegamos a la salida y justo ahí sobre
la reja había otra figura estaba erguida con un sombrero
viejo el torso desnudo cubierto de tatuajes que parecían símbolos
antiguos Sus ojos eran dos carbones ardiendo. Nos observó sin moverse.

(28:08):
El aire se volvió espeso y un zumbido extraño se
metió en nuestros oídos, haciéndonos perder el equilibrio. No recuerdo
cómo crucé. Sólo sé que cuando caí en el camino
de tierra, las campanas del templo repicaron la medianoche. Halloween

(28:30):
había comenzado. Las criaturas se quedaron en el panteón, como
si una barrera invisible les impidiera salir. Desde afuera aún
podíamos verlos agitarse, golpeando las cruces y arañando la tierra.
Regresé a casa con la ropa cubierta de polvo y
el corazón a punto de reventar. Mi madre estaba esperándome

(28:53):
en el altar, rezando frente a las velas. Cuando me vio,
me abrazó fuerte. Yo temblaba. Afuera, los cohetes seguían tronando,
los niños seguían gritando disfrazados, la fiesta del pueblo continuaba.
Pero en el panteón, algo había despertado, y yo sabía
que no volvería a dormir igual. Desde aquella víspera de Halloween,

(29:18):
cada que escucho un perro aullar en dirección al panteón viejo,
me persigno sin pensarlo. Y cuando paso frente a él,
evito mirar dentro, porque sé que los Nahuales siguen ahí,
aguardando la noche en que alguien más se atreva a
cruzar esa reja. Buenas noches a toda la audiencia de

(29:55):
esta comunidad. Mi nombre es Santos Gutiérrez, y lo que
voy a contar sucedió en la víspera de Halloween del 2010,
en un pequeño poblado de Hidalgo. No es un simple
relato de miedo. Fue la noche en que vi enfrentarse
a dos fuerzas oscuras, y hasta hoy me pesa haber

(30:18):
estado ahí para atestiguarlo. Yo trabajaba en el campo, cuidando
animales en los sembradíos. Ese octubre, empezaron a desaparecer borregos
y gallinas de varios ranchos. No encontrábamos rastros de ladrones,
pero sí señales de algo peor. Patas grandes. Mezcla de

(30:40):
huella humana con garras. A veces escuchábamos gruñidos en la madrugada,
como de perro gigante, y los perros del pueblo se
escondían bajo las casas en lugar de ladrar. Mi abuelo
decía que era un Nahual, que Halloween era la fecha
en que más fuerza tenían porque se alimentaban de la

(31:01):
oscuridad y del miedo de la gente. Yo no quería
creerlo hasta que lo vi con mis propios ojos. La
noche del 31 El aire estaba más frío que nunca, a
lo lejos se escuchaba el repique de campanas en el panteón,
como si alguien rezara en secreto. Esa noche no me

(31:24):
quedé en casa, acompañé a un par de amigos a
vigilar los corrales, llevábamos lámparas y machetes. Poco antes de
la medianoche, escuchamos un chillido de animal entre los sembradíos.
Corrimos hacia allá y lo vimos. Era una bestia negra, enorme,
con el lomo arqueado y ojos rojos que brillaban como brasas.

(31:48):
Su piel parecía arder por dentro y cada vez que
gruñía se le veían colmillos largos, chorreando sangre fresca. Nos
miró directo y avanzó lento, como disfrutando de nuestro miedo.
El suelo temblaba bajo sus patas. Uno de mis amigos

(32:08):
gritó que corriéramos, pero nos paralizó el horror. Justo cuando
creímos que nos lanzaría encima, de la nada apareció una
anciana en medio del camino. Era Doña Jacinta, la bruja
del pueblo. Nadie la quería cerca porque decían que hablaba
con muertos y curaba con huesos. Vivía sola en una choza,

(32:31):
olvidada por todos. Esa noche, con la luna llena iluminando
su rostro arrugado, se plantó frente al Nahual sin retroceder.
Llevaba en la mano un bastón torcido, adornado con cintas
negras y collares de hueso. Sus ojos no temblaban. La
bestia gruñó. enseñando los colmillos. Pero ella alzó la mano

(32:56):
y comenzó a murmurar palabras que no entendimos. Un rezo extraño, gutural,
que erizaba la piel. El Nahual saltó hacia ella. Yo
cerré los ojos pensando que la destrozaría, pero al abrirlos
vi algo que me heló. La anciana lo había detenido

(33:17):
en el aire con un gesto de su bastón. La
bestia se retorcía, como atrapada en cadenas invisibles. Chillaba, mordía,
pero no podía tocarla. El aire se volvió pesado. un
viento helado salió de la tierra levantando polvo y hojas
secas alrededor de ambos doña jacinta seguía murmurando cada vez

(33:40):
más fuerte y el nahual empezó a cambiar su pelaje
se caía en mechones revelando la piel sudorosa de un
hombre que forcejeaba dentro de aquella forma era tomás un
vecino del pueblo un viejo terco que siempre había tenido
fama de brujo menor sus ojos brillaban con rabia mitad

(34:03):
humano mitad bestia gritaba cosas sin sentido prometía maldiciones pero
la bruja no se detuvo De pronto, el Nahual recuperó
fuerza y lanzó un alarido que quebró el silencio. El
viento apagó las lámparas y nos quedamos en completa oscuridad,

(34:25):
solo iluminados por la luna. Entonces comenzó el verdadero horror.
El cuerpo de Tomás creció de nuevo. tomando otra forma
mitad hombre mitad animal con garras que brillaban bajo la
luna la bruja golpeó el suelo con su bastón y

(34:45):
una llamarada salió del polvo rodeándolos a ambos en un
círculo de fuego Era como si los dos hubieran quedado
atrapados en un campo de batalla invisible, separados de nosotros.
Los vimos enfrentarse. El Nahual saltaba y gruñía, pero cada
ataque era contenido por la anciana con movimientos de su bastón. Ella,

(35:09):
frágil y encorvada, parecía sostenerse apenas pero no cedía. El
fuego iluminaba sus rostros, la furia del monstruo y la
concentración de la bruja. De pronto, el Nahual consiguió arañarla
en el brazo. Un chorro de sangre cayó sobre la

(35:31):
tierra y el olor metálico llenó el aire. La anciana
gritó de dolor, pero no retrocedió. Con su sangre pintó
símbolos en el suelo y los selló con la punta
del bastón. El círculo de fuego se cerró más, aprisionando
a la criatura. El monstruo chillaba, golpeando contra la barrera

(35:54):
mientras la piel humana de Tomás asomaba entre el pelaje.
Sus ojos ya no eran de hombre ni de animal,
eran dos huecos negros que reflejaban puro odio. La anciana
gritó palabras que nadie pudo entender. El fuego creció hasta
envolver al Nahual. Sus alaridos se convirtieron en chillidos inhumanos.

(36:18):
El aire se llenó de olor a carne quemada y
a tierra mojada. El monstruo se revolvía, pero el fuego
lo consumía. Cuando el humo se disipó, no quedó rastro
del animal. En el suelo yacía el cuerpo carbonizado de Tomás,
con las facciones todavía torcidas por el odio. La bruja

(36:40):
cayó de rodillas, agotada, y apenas alcanzó a decirnos,« Nunca
olviden que no todo monstruo viene de fuera. Algunos nacen
en el mismo pueblo». Después de eso, se levantó con
dificultad y se perdió entre la neblina. Nunca más volvimos
a verla. Dicen que murió días después en su choza,

(37:04):
pero nadie se atrevió a entrar a comprobarlo. Desde aquella noche,
en cada Halloween, nadie se aventura por los sembradíos. Los
animales duermen encerrados y el pueblo entero guarda silencio, como
si temiera despertar otra vez la furia de un Nahual.
Yo aún escucho, en mis noches más oscuras, el eco

(37:28):
de aquellos alaridos atrapados en el fuego. Buenas noches comunidad

(37:48):
del inframundo. Mi nombre es Alberto Estrada, y lo que
voy a contar sucedió en la víspera de Halloween del 2008,
en un pueblo pequeño de Guerrero, rodeado de cerros y
sembradíos de maíz. Ese año, algo extraño comenzó a inquietar
a todos. A mediados de octubre, los animales del pueblo

(38:11):
empezaron a desaparecer. No era un robo común. Una noche
se esfumaban las gallinas de un corral. A la siguiente
se perdía un puerco, y días después amanecía un becerro desgarrado,
como si lo hubieran arrastrado hacia el monte. Los perros

(38:32):
ladraban sin parar, pero nadie veía nada. Las mujeres del
pueblo encendían veladoras en las puertas para espantar lo que
fuera que rondaba. Los hombres vigilaban armados con machetes, pero
nada servía. En la tierra quedaban huellas profundas, como de

(38:53):
un perro demasiado grande, mezcladas con marcas de garra que
parecían humanas. Conforme se acercaba Halloween, los rumores crecieron. Decían
que era un Nahual, alguien del mismo pueblo que había
vendido su alma para tomar forma de animal y alimentarse
de la sangre de los corrales. Mi abuela nos lo advirtió.

(39:18):
El Nahual no roba por hambre, roba por poder. Y
cuando llega Halloween, su fuerza se multiplica. La noche del 31,
todo el pueblo se reunió en la plaza. No era
para celebrar, sino para hacer guardia. Encendimos fogatas, sacamos rifles viejos,

(39:42):
machetes y hasta asadones. Había un miedo denso, de esos
que hacen que nadie levante la voz. Cerca de la medianoche,
los perros comenzaron a aullar hacia los sembradíos. Corrimos todos
hacia allá. Entre las hileras de maíz se escuchaba un

(40:02):
crujido fuerte, como si algo enorme se moviera destrozando las cañas.
El olor a sangre fresca nos golpeó antes de ver nada.
De pronto, entre las plantas apareció la criatura. Tenía el
cuerpo de un animal negro, del tamaño de un toro,

(40:22):
pero con patas largas y deformes. Su lomo estaba cubierto
de pelaje grueso y oscuro que se erizaba como lanzas.
Los ojos rojos brillaban en la oscuridad y sus fauces
chorreaban la sangre de un becerro que acababa de arrancar
del corral vecino. Los hombres lo rodeamos, alumbrándolo con antorchas.

(40:47):
El Nahual gruñó con un sonido grave que no celó
la sangre. No era un simple animal. Sus patas delanteras
parecían casi brazos humanos, con dedos largos terminados en garras.
Disparamos al aire y lanzamos piedras, pero no retrocedió. Se
abalanzó sobre nosotros. Derribó a dos hombres de un solo salto,

(41:10):
desgarrándole la ropa con las uñas. El gentío gritaba, pero
nadie corrió. Nos armamos de valor, porque sabíamos que, si
no lo enfrentábamos esa noche, jamás volveríamos a tener paz.
El alcalde gritó que lo cercáramos. Formamos un círculo con

(41:33):
machetes y antorchas, cerrando cada paso. El Nahual golpeaba con furia,
mordiendo y arañando, pero la multitud era más. Con sogas
gruesas lo amarramos de patas y cuello, mientras la bestia
se retorcía con una fuerza descomunal. Lo arrastramos hasta la
plaza del pueblo, frente a todos. Las mujeres y los

(41:58):
niños miraban aterrados. El fuego de las antorchas iluminaba al
monstruo que seguía gruñendo, con los ojos fijos en nosotros
como prometiendo venganza. Ahí, en medio de la multitud, uno
de los más viejos del pueblo tomó un machete y
dijo que había llegado la hora de acabar con él.

(42:20):
Se alzó el arma en silencio y de un solo
tajo le cortó la parte superior del cuello. El alarido
que soltó no fue de animal ni de humano. Fue
un chillido que retumbó en los cerros. Lo que sucedió
después nos dejó sin aire. El pelaje grueso del cuerpo

(42:40):
empezó a desprenderse, cayendo en mechones sobre la tierra. La
piel se encogió y se fue replegando, revelando poco a
poco la figura de un hombre. Todos retrocedimos un paso
cuando lo vimos con claridad. Era don Julián, un anciano
del mismo pueblo. Siempre había vivido solo en una choza

(43:04):
al borde del río, apartado de todos, con fama de huraño.
Algunos decían que era brujo, pero nadie lo había comprobado.
Ahora frente a nuestros ojos, su cuerpo desnudo y marchito,
yacía donde antes estuvo la bestia. Las mujeres lloraron, los

(43:24):
hombres se persignaron. Nadie podía creerlo. Yo lo había visto
tantas veces caminar lento con su bastón por la calle,
y ahora resultaba ser el monstruo que nos robaba los animales.
Esa madrugada enterramos su cuerpo sin ceremonia, lejos del camposanto.

(43:45):
El pueblo quedó en silencio, roto por el miedo. Nadie
celebró Halloween ese año. Con el tiempo volvieron las risas
y la rutina, pero yo jamás olvidé esa noche. porque
vi con mis propios ojos como un hombre del pueblo
se transformaba en un Nahual, y entendí que no todas

(44:08):
las leyendas son cuentos. Algunas caminan entre nosotros disfrazadas de viejos,
esperando la noche justa para desatar el terror. Gracias por
ver el video.
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